[Puedes ver y escuchar esta linda historia en forma de video- relato haciendo clic en el enlace a continuación, (Serás redirigido a Youtube) : Coquena, el dios de los pastores ]
Gracias a él andaban tranquilos por valles y sierras, los guanacos, las vicuña s, llamas y cabras.
Coquena no permitía que nadie maltratase tos animales. Por esa razón él premiaba siempre a los buenos pastores.
Dicen que Cierta vez, coquena fue visto en la falda de un cerro, guiando unas c
abritas que, sin duda, se habían extraviado. Cuentan los que lo vieron, que era un enanito, de tez muy morena, de rostro simpático y de mirada dulce y profunda, Que vestía un largo poncho de lana de vicuña, y cubría su cabeza con un gran sombrero, En vez de zapatos usaba ojotas.
Dicen también que aquel día en que los pastores lo vieron bajando con unas cabritas la cuesta del monte, iba apoyado en un grueso bastón, y silbando contento.
Era la hora en que el sol, próximo ya a desaparecer detrás de los cerros vecinos, tendía sus últimos rayos sobre las faldas verdes y floridas del monte.
Nunca más lo volvieron a ver aquellos pastores.
Oían, sí, algunas veces, su alegre silbido, mientras llevaban a pastar sus ganados.
Dicen que Un día, un pastorcillo que había llevado sus cabras al cerro, subió más y más alto por una pendiente escabrosa siguiendo de cerca el rebaño, y en la cima del monte lo sorprendieron las primeras sombras del anochecer.
De pronto levantóse un fuerte viento.
Comenzó el cielo a cubrirse de densos y oscuros nubarrones.
Un silencio aterrador se cernía en el ambiente.
Las ráfagas de viento rugían cada vez con mayor furia, formando en el valle siniestras ecos de aquellos vientos.
La borrasca se hizo recia e implacable.
Alarmado y temeroso, el pastorcillo quiso reunir sus cabras y bajar al valle; pero tan rápidamente como quiso huir, una niebla espesa cubrió el cerro, y el pobre hombre ya no pudo ver nada.
Las cabras se habían dispersado rápidamente en todas direcciones; el pastor comenzó a gritar desesperado, llamándolas; corría de un lado a otro, desafiando al huracán para atraerlas; pero todo fue inútil.
Gritó y lloró el desolado pastorcillo hasta que llegó la noche.
La oscuridad se hizo entonces absoluta.
Y al fi n, el frío, el viento y la niebla vencieron al buen pastorcillo, que se quedó muy triste sin sus lindas cabras.
Sentóse bajo unas peñas a descansar y no tardó en quedarse profundamente dormido, envuelto en su ponchito de vicuña.
Con las primeras luces de la aurora, despertó el pastorcito. Recordó su desgracia y comenzó a llorar. Mas, cuando ya no le quedaban lágrimas ; sus ojos expresaron el más profundo asombro: era que a su lado, muy junto a él, alguien había dejado una bolsa llena de monedas de oro. Maravillado el pastorcillo, y rebosante de alegría, las contó varias veces haciéndolas sonar entre sus dedos.
—¿Quién me dejó este tesoro, mientras yo dormía? ¿Quién habrá querido consolarme por las cabras que perdí?—se preguntaba.
De pronto cesó en sus reflexiones y exclamó alborozado:
—¡Ya sé!... ¡Es Coquena, el dios enanito!... ¡Qué alegría! ¡Es Coquena!...
Había comprendido, al fi n, que no podía ser otro que Coquena, el dios enanito, como él lo llamaba, quien así lo premiaba por haber sido siempre un pastorcito humilde y bueno, que cuidaba su rebaño con alegría y cariño.
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